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Interfaces mínimamente estructuradas

Texto Nicolás Rey

Las combinaciones entre palabras son simplemente infinitas, por lo que aprender a hablar es un proceso dispendioso que compromete varios años de nuestra vida. Esta labor exige un arduo trabajo no solo de parte del aprendiz, sino también de un conjunto de instructores que se encargan de enseñarnos las asociaciones tangibles y abstractas que ligan conceptos y objetos con los códigos hablados.

Por supuesto, después del esfuerzo viene la recompensa, pues cuando al fin conocemos un lenguaje, incluso esto nos facilita aprender otros, ya que nuestra mente adquiere una especie de estructura mínima que le permite intercambiar códigos manteniendo significados. Dicha estructura es por supuesto muy rica al interior de cada lenguaje, pero al mismo tiempo es tremendamente universal y en ello radica buena parte de su éxito como herramienta. Pensemos por un momento en que hablar perfectamente un idioma es prácticamente una utopía y sin embargo, lograr una comprensión básica es algo que casi todos los que comparten un idioma consiguen, por supuesto sin desconocer las barreras y limitaciones que existen.

Esa estructura básica o “mínima” es lo que le permite a una madre entender las palabras incompletas de su hijo y es la misma lógica que facilita el verdadero intercambio de información que en teoría se produce cuando un emisor transmite a un receptor un mensaje en un código que ambos comparten. El lugar en donde se diseña el mensaje (cerebro) es similar a donde se descifra y por lo tanto el mensaje es por decirlo menos un simple “instrumento” o “interfaz”, que se puede presentar de mil maneras, en otras palabras; el lenguaje se procesa en el emisor y en el receptor y no es el mensaje mismo.

Veamos un ejemplo cotidiano para ilustrar el punto. Pedir un pie de manzana en un restaurante es el objetivo de la comunicación entre un cliente y un mesero. El cliente podría utilizar miles de expresiones para lograr que el mesero trajera el postre, por supuesto sin afirmar que no haya lugar a aclaraciones o interferencias, por lo que si se lo proponen, con muy poco esfuerzo ambos actores lograrían establecer la instrucción necesaria para que el mesero completase la tarea. El asunto es que con una estructura mínima dada por un lenguaje común se habría logrado una comunicación efectiva entre dos instancias tremendamente complejas (personas) con un propósito claro de obtener un resultado.

El lenguaje se procesa en el emisor y en el receptor y no es el mensaje mismo

Si lo anterior es perceptible en el mundo análogo, ¿por qué en términos de nuestra interacción con las máquinas esto no sucede de la misma forma?

Excluyendo lo obvio, la respuesta que aplica en este caso es que personas y máquinas no compartimos ni mismo lenguaje, ni la misma forma de inteligencia.

Sigamos con el ejemplo; si el cliente desea ordenar el mismo pie de manzana, pero ésta vez a través de un formulario en una página Web; para lograr una instrucción bien dada, no solo deberá conocer el idioma de la página, sino que además tendrá que manipular, comprender y utilizar adecuadamente una sobreestructura visual -y ocasionalmente auditiva- adicional llamada “interfaz del usuario”, la cual transforma sus instrucciones dentro de un grupo de opciones predeterminadas en un conjunto de datos que un sistema es capaz de procesar.

En el caso de un formulario en una página Web, el usuario deberá poder señalar dentro de las opciones de postre la opción: pie, elegir el sabor: manzana, indicar sus datos de ubicación, preferencias de pago, etc. En resumen, tendrá que realizar un conjunto de tareas que, aunque a muchos les parecen simples, desnaturalizan la experiencia.

¿Por qué?, suponga por un rato que el cliente desea un postre sin gluten -pues éste es intolerante a esa proteína-, y el formulario de la página Web en donde la persona está solicitando el pie no tiene esa opción. ¿Qué hacer?, ¿dejar de pedir el pie?, ¿comer gluten?, ¿abortar el intento a través de la página y hacer el pedido por teléfono? o quizás, ¿intentar “hackear” la lógica del formato para tratar de incluir la petición a riesgo de que no sea posible?

Parece una apreciación un tanto extrema, sin embargo, sucede todos los días en distintos niveles y deja entrever complejidades que la usabilidad actual no resuelve, pues ésta se centra en inventar nuevos códigos de comunicación especialmente visual, basados en preferencias particulares. Esta estandarización subjetiva hacia un nuevo lenguaje de supuesta “simplicidad visual” en nuestra interacción con las máquinas, es uno de los motivos por el que muchas nuevas soluciones (páginas Web, aplicaciones y sistemas) terminan siendo subutilizadas o rechazadas por el usuario, pues suponen de parte de éste: aprendizaje, cambio y esfuerzo.

Según la “cultura pop de la usabilidad”, la solución sería diseñar una experiencia de usuario más “amigable”, por ejemplo, a través de una secuencia más sencilla, lógica y predecible. Ahora, aún en ese caso, siempre cabría la posibilidad de que la opción “sin gluten” no esté disponible y que, aunque más “divertida y fácil”, esta experiencia también termine siendo frustrante. Por supuesto que la frustración aquí no reside en el hecho de que un cliente obtenga o no un pie de manzana sin gluten, sino en la incapacidad inmediata que tiene éste de poder establecer a través de una interfaz, todas las rutas de acción posibles ante la diversidad de situaciones que se pueden presentar en una tarea como ésta.

...la interfaz es una barrera, una limitación visual, auditiva o de programación a la naturalidad de la comunicación que se construye con el ánimo de conducir un resultado

En resumen, la interfaz como la conocemos es una barrera, una limitación visual, auditiva o de programación a la naturalidad de la comunicación que se construye con el ánimo de conducir un resultado, una forma de convertir en ceros y unos las instrucciones de un usuario para adaptar el comportamiento de éste a las limitaciones de un sistema.

No se está cuestionando aquí la utilidad de las soluciones informáticas, si las actuales interfaces suponen o no un dramático avance con relación a sus antecesoras, o si las mismas incluso son o no verdaderamente necesarias, sino que lo que se advierte, es que es urgente que se repiensen nuestras interfaces de comunicación con las máquinas hacia sistemas de baja barrera o mínimamente estructurados, en donde el mensaje pueda ser amplio pues los interlocutores son capaces de comprenderlo, como en el lenguaje hablado. Esta sería una forma de integrar la tecnología más naturalmente a nuestras vidas, una excelente manera de ahorrar tiempo, una oportunidad para beneficiar a más personas, una vía para una mayor accesibilidad y finalmente, una forma de llegar a soluciones que hasta ahora ni imaginamos.